miércoles, 27 de junio de 2007

Caluroso Olvido

Claudio sufría de muchas cosas. Padecía hipertensión, insomnio, dolores musculares, jaquecas, añadiendo además todos esos malestares que acompañan la senectud. Era un viejecito tacaño, tenía tarjetas de crédito en todas las casas comerciales cercanas a su vecindad, mas no las usaba nunca. ¡Esperaré las ofertas!-habituaba a decirse- y, si bien el eterno diálogo consigo mismo, lo llevó a vivir forzosamente solo, a ser un solitario en medio de la sobrepoblada cueva de cemento de su ciudad, parecia por instantes disfrutarlo; aunque ya con los años no sabe si su soledad es causa o efecto de esto o esto otro.

Todos los días su rutina farmacológica comenzaba al abrir sus ojos, gracias a la ayuda del festín de químicos suministrados la noche anterior. Luego de abrirlos miraba un rato el techo, como buscando belleza en esa pared alta y humedecida que de antemano sabía que no iba a encontrar. Se calzaba unos feos zapatos y posteriormente se dirigía a la cocina, que consistía en un fogoncillo, un sucio lavaplatos y una humilde mesa decorada paupérrimamente. Bebió un vaso de agua en breves sorbos, conjuntamente se tomó un antiinflmatorio y un analgésico, por si le dolía la cabeza…en realidad también, con los años, se volvió hipocondríaco, y su hogar entero tomó ese aroma a polvo, a rincones, todo lo que lo rodeaba, por nuevo que fuese, adquiría un aspecto anacrónico, como si viviera fuera de este mundo, en otro tiempo.

Pero no siempre había sido así: Claudio era un hombre muy culto y de encantadora oratoria. Viajó por el mundo dando a conocer su pluma mordaz y fantástica, incluso años atrás tuvo una activa vida política, que prolongó su permanencia en la memoria de muchos ciudadanos, quienes admiraban esa singular osadía al momento de asumir grandes decisiones, cargos ostentosos; dió los mejores años de su vida en nombre del bien común. No obstante, hoy, ya nadie lo recuerda. Nadie. Hasta en la mente de Claudio, el Poderoso, como lo llamaba orgullosamente el pueblo, aparecía inverosímil y poco lúcido aquel recuerdo de fugaz popularidad.

En todos se esfumó su reminiscencia. Su connotada familia seguía viva, y lo sabía sólo porque la veía Domingo por medio en las páginas sociales, celebrando algún cumpleaños o en cualquier evento al cual se les invitaba por su apellido y al que ellos concurrían sólo para hacerse mostrar. Sin embargo, este destierro familiar ya le era indiferente, estaba acostumbrado a la soledad, a sus mañas, a quejarse sin esperar auxilio, a la casa helada, a la ropa húmeda.

No era pobre, de hecho recibía una contundente suma de dinero todos los meses, producto del cuidado que tuvo en ahorrar lo suficiente. Hoy ya no trabajaba. Gastaba sus ingresos en artículos incoherentes: periódicos de principios de siglo, libros polvorientos, pinturas incomprensibles, de vez en cuando se daba un gusto terrenal y salía vestido con sus andrajos a comer a algún restaurante fino, en los que la mayoría de las veces era tomado de pordiosero y lanzado a la calle. Pero no desistía, se sacudía su vestimenta y buscaba otro, que siempre encontraba. Cruzaba el umbral del local y sabía que era percibido como un ser ridículo, quizás como un delincuente; no faltaba la mujer que se le acercaba tímidamente y en silencio le daba unas cuantas monedas.

Nunca entendí porqué lo hacía, era como un oscuro placer el que sentía al notar que no lo reconocían, que ya no se le aproximaban con el infinito listado de peticiones, que esa muchedumbre que soñaba con educar , ahora lo despreciara, como un don nadie, un inútil, un perdido.

Esa tarde, después de almorzar una generosa porción de carne bañada en una deliciosa salsa, se encontraba tan feliz que pasó a un bar a compartir unas copas con su espíritu y sus tristezas con el mesero.

Cerca de la medianoche se retiró con un balanceo pendular que lo condujo hasta su morada. En el camino pensó amargamente que a pesar de su cansancio, del dolor de sus huesos y el alcohol de su cuerpo, sería una tarea colosal el quedarse dormido y permanecer en ese estado. ¡Adoraba dormir, desaparecer en el catre, pero odiaba esas pastillas, que lo controlaban, que se reían de él!. Bruscamente abrió el maldito frasco y sacó de él más del triple de la cantidad de píldoras que le habían recetado, prendió su estufa a parafina y colocó encima de ella su ropa, pues dormía siempre desnudo, congelado y sin manta, lo que acentuaba aún más el dolor de sus extremidades. Desplomó torpe, pesado, su cuerpo en el centro de la cama y milagrosamente se durmió de inmediato. Durmió calentito, más calentito que nunca.

Al día siguiente, su diario favorito, en el que veía los Domingos a su familia, titulaba diminutamente en un tosco espacio en la esquina inferior derecha: “Esta madrugada, El Poderoso, sucumbió en llamas”.